domingo, 25 de septiembre de 2016

CAMINO (Relato)



En la ventana hay posada una  libélula  que  pareciese que me  observa: siempre fueron unos seres fascinantes y entrañables para mí. Sus grandes ojos siento que me dicen: “Tranquila todo esta bien”.
Desde mi cama me deleito con los primeros rayos  de sol y mi habitación adquiere unos matices muy relajantes. Hoy le encargue a Margot recados en el pueblo para que estuviese entretenida toda la mañana. Es una fantástica  chica que me acompaña  y me hace la  vida mucho más fácil desde hace veintisiete años pero hoy quiero y necesito estar sola.
La soledad… amo esos momentos de soledad cuando entro en estado de paz y puedo sumirme en lo más profundo de mi ser y analizo mis obras, mis pensamientos y actos pasados.
Pero es hoy, es hoy cuando siento la necesidad de estar conmigo misma de una manera muy especial y esta soledad y el estar tumbada en mi cama me permiten tener un momento realmente para mí.
Margot salió hace un momento y no volverá hasta la tarde, pues, después de los recados, comerá en casa de su tía Delfina que fue quien la cuidó desde que nació ya que su madre, tristemente, falleció en el parto. En aquellos años y más en el lugar que nos encontramos un parto complicado la mayoría de las ocasiones terminaba de una manera trágica. Margot es una cría maravillosa y digo cría aunque ya tiene cincuenta y cuatro años. Es una persona que siempre está con la sonrisa en el rostro y de buen humor y que allá donde va lo ilumina todo de luz y alegría. Verdaderamente soy afortunada de haberla tenido a mi lado todos estos años.
Siempre hemos congeniado fabulosamente, puesto que yo también soy de carácter alegre y positivo.

Delfina, la tía de Margot, es amiga mía, desde pequeñas, recuerdo decirle a mi mamá que me iba con Finuca a jugar a la plaza como excusa y, sin permiso, nos íbamos a la Montaña Azul a aventurarnos en sus cuevas. ¡Qué valiente era Finuca: siempre quería entrar más y más adentro como si fuese a encontrar un tesoro o una civilización secreta! Siempre fue audaz y fuerte: hoy en día tiene ochenta y siete años y está fuerte como un roble. Su nacimiento fue un gran acontecimiento en el pueblo, pues la criatura marcó un peso de cuatro kilos y setecientos gramos.  Siempre ha sido una mujer de carácter y que se enfrentó a todas las injusticias  viniesen de donde viniesen. Yo, sin embargo, siempre he sido una mujer flacucha e incluso en la comarca me conocen y me nombran de manera cariñosa “Delgadina”, pero siempre ha sido  ésta, mi constitución corporal: gracias a Dios nunca pasé hambre. Mi casa era de ganado y campos de labranza y siempre fui de buen diente; es más, con Finuca siempre apañábamos algo por los campos cuando  solíamos ir a la Montaña Azul, lo que me resultaba sumamente apetecible. Cuando llegaba septiembre eran los  higos, siempre ha sido un fruto que me ha resultado totalmente irresistible por su dulzor y jugosidad. Alguna vez me excedí  en su ingesta pero  es que  pensaba que  en unos  días  terminaría la temporada y no los volvería a saborear hasta el próximo año y para  mí es que es un auténtico  deleite de los  sentidos, maravillosa obra de la  naturaleza. Me resulto curioso, después de todos los años que tengo, enterarme que ¡los higos no son frutos, que  son flores! Pues  de acuerdo: incluso ahora creo que me gustan más.
Con Finuca solía ir a visitar a unas monjitas del convento de la comarca de al lado. Eran seis kilómetros de distancia, pero Finuca siempre me azuzaba para visitarlas pues era tremendamente golosa y las monjitas regularmente nos obsequiaban con unas deliciosas galletas de mantequilla que elaboraban con sus magistrales manos.
Ellas a mí me tenían un cariño muy especial, pues cuando mi mamá se puso de parto, la situación se tornó muy complicada y a mí me costaba venir al mundo; cuando ya el nerviosismo y la impotencia se habían adueñado de la estancia, se escucho un chiflo, era el chiflo de Nadine. Nadine era una de las monjitas del convento: ella había nacido en Francia y su padre era el afilador de Toulouse y ya desde pequeña adquirió la habilidad de afilar magníficamente bien cualquier utensilio cortante. Nadine es la  persona más peculiar, carismática e intrigante que jamás he conocido.
Ya cuando se aproximó a la puerta de mi casa, montada en su vieja bicicleta y haciendo sonar ese embaucador instrumento, mi tía Etelvina le salio al paso y le explico la angustiosa situación que se estaba desarrollando en esos instantes. Ella, sin pensarlo dos veces, pues tenia conocimientos de enfermería, entró en la estancia donde se encontraba mi extenuada madre y en un instante, ayudó a que yo viniese a este mundo. Con el tiempo, ella siempre me  recordaba  que llegue azulita, azulita. Ella, en el futuro, sería muy especial para mí, pues, siempre que venía por la zona, se la adivinaba a distancia con el sonido de su encandilador chiflo. Recuerdo que lo escuchaba y se me erizaba el vello, y corría a la entrada del pueblo, subía a la loma y la veía venir montada en su bicicleta y cuando me veía me gritaba “¡Delgadinaaaa!”. Y corría hacia ella y nos dábamos un gran abrazo que no se lo que duraría pero, para mí, cada abrazo suyo era como una eternidad. Luego ella me subía en la barra de la bicicleta y hacíamos la entrada en el pueblo mientras yo soplaba el chiflo. Finuca siempre me miraba con cierta envidia pero sonriente, pues sabía que Nadine siempre nos traía algunas de las famosas galletas que preparaban sus hermanas en el convento.
Nadine nos narró que, cuando llego de Francia al convento, le sugirió a la madre superiora si, en vez de quedarse en el obrador ayudando  a elaborar galletas, tuviese la dispensa para poder visitar los pueblos de los alrededores para afilar distintos utensilios a los vecinos y que así, dada su artesanal habilidad, podría ofrecer un ingreso extra a la economía del convento. Esta oferta de Nadine la tuvieron que sopesar entre las hermanas un tiempo, pero finalmente, ninguna puso objeción a que realizase esta peculiar labor nunca observada en una religiosa.
Esos momentos que compartíamos con Nadine para mí siempre han sido los más especiales de mi vida; durante todo el tiempo que permanecía en el pueblo Finuca y yo no nos apartábamos de su lado. Finuca, sobre todo, porque sabía que en el momento de la  despedida nos agasajaría con sus irresistibles galletas; pero ella en mí causaba algo más, una irresistible atracción: no podía  dejar  de mirarla con su piel blanca como las nubes sus bellos ojos y su sonrisa, siempre su sonrisa.
 Cada vez que escuchaba su chiflo subía rauda a la loma y me reencontraba con ella; ya de camino al pueblo, sin falta, me daba buenos consejos, me decía que la vida es un camino un largo y sinuoso. Camino en el que tendría que afrontar distintos acontecimientos unos buscados y otros imprevistos; me decía que nunca me faltase la sonrisa, que no hiciese mal a nadie y perdonase a los que en algún momento me hiriesen o lo intentasen. Me decía que el odio impide el  sosiego y el equilibrio del alma.
Nadine solía venir cada quince días al pueblo, aun así subía todos los días a la loma puesto que era un lugar con mucho encanto, y sin falta, si no era un día otro, desde ese paradisiaco balcón, escuchaba en la lejanía el mágico sonido de su chiflo y era como si todo el universo se iluminase. Subía con ella a la bicicleta y hacíamos nuestra entrada triunfal en el pueblo.
Por la zona no acostumbraban a venir muchos forasteros, pero cuando alguno lo hacía, no me puedo olvidar de la cara de asombro que mostraban al visualizar una estampa tan original e inusual.
Tendría unos trece años después de subir durante casi un mes a la loma. Nadine no había  vuelto, estaba desesperada pues no era normal que Nadine no hubiese vuelto, así que decidí ir al siguiente día al convento a ver que ocurría. Ya con el permiso de mi madre y aun sin amanecer tomé camino en dirección al convento: no esta muy lejos, aun así se me hizo un camino eterno. Solo son seis kilómetros aunque la verdad, muy sinuosos pues discurren entre pedriscos y montes. Por fin llegué. El convento ya lo había visitado muchas veces con Finuca para comprar galletas, pero en esa ocasión, yo no sé qué es lo que ocurría, que cada paso que realizaba es como si diese dos para atrás como si algo oscuro y tenebroso agarrase mi vestido y me impidiese continuar.
Pero allí estaba ante mí el convento: humilde, bello y luminoso. Llame a la puerta y me abrió Sor Paulina: era la responsable del despacho de galletas y esta era la única estancia a la que se podía acceder, pues el convento era de clausura. Inmediatamente le pregunté por la Hermana Nadine y me dijo que estaba malita, pero que no me preocupase, que estaba bien y descansando; le dije a Sor Paulina que me gustaría verla y me dijo que eso no era posible que era un convento de clausura y no se podía acceder a las dependencias comunitarias. Fue tal el disgusto que entró en mí un dolor tan grande que atravesó todo mi ser y me desmayé.
Me desperté abrí los ojos lentamente y vi la luz de una vela y una monjita a mi lado mirándome y sonriendo, y le pregunte: “¿Estoy muerta?” “¡Noooo, -exclamó-, estás en el convento: tuviste un mareo pero estás perfectamente”. Y sonreí, no por estar viva, que en ese instante es lo que menos me importaba, pues me encontraba en un estado de paz y tranquilidad supremo, sino porque estaba dentro y quizás podría ver a Nadine.
Pregunte a esta monjita por Nadine y me dijo que no me preocupase que la Madre Superiora dio orden de que podría visitar a Nadine sin ningún problema pues para ellas era como una hija.
Me indicó la monjita que esperase un momento y volvió con un fragante caldo como jamás había probado antes y al momento me encontré como si hubiese revivido, con tanta fuerza como para poder arrancar un árbol.
Entonces me senté en la cama y me dijo la monjita que íbamos a ir a visitar a Nadine;  fue una gran alegría y no dejaba de dar las gracias.
El discurrir por esos interminables pasillos se me hizo increíblemente eterno, mientras notaba como mi corazón se desbocaba y pareciese que las costillas fueran a explotar. Llegamos hasta la puerta de su estancia e intenté tragar saliva pero tenia la boca totalmente seca y en ese momento, mi agradable acompañante abrió la puerta. La vi allí en un lugar similar al que yo había estado hace un momento, y ella me miró, me miró y sonrió. Corrí y me tiré encima de ella, llorando, llorando y llorando; no hacía más que llorar: lloraba sin consuelo mientras la abrazaba con todas mis  fuerzas y ella me susurraba que me tranquilizase, mientras me acariciaba la cabeza. No sé el tiempo que estuve así pero ya cuando pude empezar a hablar  y entre sollozos le pregunté  qué le había pasado, que por qué ya no venia al pueblo, que siempre la esperaba en la loma. Ella me decía que no me preocupase que simplemente le dijo el doctor que tenia que estar una temporada de reposo para descansar y sobre todo dar una tregua a su delicado corazón. Ella me daba ánimos y me insistía que no me preocupase.
Ciertamente y a pesar que estaba convaleciente, la apreciaba más bella que nunca, pues era la primera vez que veía su precioso pelo rubio, rubio como el mejor oro, y cómo no, con su incansable sonrisa.
Una vez me encontré más tranquila, le dije que todos en la comarca la echaban en falta, tanto a su persona como a su magistral labor. Finuca le enviaba muchos  besos y abrazos, y a mí me insistía que en el viaje de vuelta no se me olvidase traer unas galletas del convento, esta Finuca no cambiará.

Ya totalmente tranquila y sentada a su lado en el borde de la cama,    viendo que Nadine parecía estar perfectamente, mientras me agarraba la mano, observé su estancia y  aun así le pregunte si esa era su habitación. Me contesto afirmativamente, le dije que estaba un poco extrañada porque no apreciaba que tuviese pertenencias. Su “celda” únicamente lo conformaban una cama una mesilla y un candelabro; ella aumento aun más su interminable sonrisa  y apretó mi mano y con el índice de su otra mano apunto hacia mi pecho y me dijo: “Todo, todo, todo, esta dentro de ti: lo más bello, lo más valioso y lo más auténtico son cosas que puedes llevar dentro de ti. Las cosas materiales son efímeras, van vienen y desaparecen para siempre, pero no olvides, querida Delgadina, de lo que siempre te digo: en el camino es donde puedes recoger las cosas que son realmente valiosas;
viéndome aquí sin pertenencias materiales da la sensación de que no tengo nada pero creo que soy una persona muy afortunada, pues puedo ver un atardecer en otoño, puedo oler la fragancia de las flores en primavera, puedo escuchar la intensidad de los truenos en esas majestuosas tormentas que nos visitan de cuando en cuando, puedo deleitarme con los sabrosos frutos que la tierra nos da en cada estación, y sobre todo puedo acariciar tu mano en este momento, linda criatura. Estas vivencias son algunas de las cosas mas valiosas que podrás poseer y almacenar en tu ser, los sentidos, Delgadina, los sentidos. Piensa que existen personas que por diversos motivos carecen de alguno de los principales sentidos: tú acostumbras a venir al convento a menudo y vienes caminando y saltando, escuchando los pajarillos, degustando frutos del bosque, acariciando los árboles y observando la majestuosidad del entorno. ¿Te imaginas si no pudieses hacer esas cosas? Pues existen personas que no pueden ver, personas que no pueden oír y personas que no se pueden desplazar por sus propios medios y no pueden realizar lo que tú haces, Delgadina, pero no tienes por qué entristecerte: estas personas son felices, pues son seres muy especiales y sus propias barreras les hacen alcanzar un estado evolutivo muy particular. Así que si tu vida te pone en el camino de alguna de estas personas nunca la ignores, al contrario acércate y deja que te llenen con su sabiduría pues no te quepa la menor duda que, incluso una persona que por distintos motivos se encontrase postrada durante toda su vida, tendría mucho que enseñar y compartir con los demás.
Nadine volvió a sonreírme con efusividad y acarició mi cara con la yema de sus dedos, se ladeó y abrió el cajón de su humilde mesilla sacando de ella un pañito de terciopelo azul cuidadosamente doblado; lo colocó en la cama en medio de las dos y lo desplegó con delicadeza: en su interior apareció un colgante con una preciosa libélula. La libélula daba la impresión de estar realizada en fina plata y sus ojos estaban engarzados con dos piedras de color morado: realmente era un colgante muy bello. Nadine lo tomo en sus manos y me dijo: “Como ya has podido comprobar no poseo abundantes bienes materiales pero este presente me gustaría que lo disfrutases tú”. Para mí fue una gran alegría no ya porque me encantase el colgante sino porque iba a tener algo de Nadine a la que tanto cariño profesaba. Aun así insistí en que no era necesario que me hiciese regalo alguno, que yo con su cariño y amistad no necesitaba nada más y alargando sus brazos hacia mí me lo colgó del cuello diciendo: “Este colgante, mi querida niña, significa mucho para mí y por eso deseo que seas tú la persona que lo porte. Este colgante es recuerdo testimonial de uno de los quiebros de mi camino”.
“Cuando contaba diecinueve años –prosiguió- la vida en Toulouse era increíblemente bella: sus gentes reflejaban un talante afable, las calles y edificios poseían un encanto muy particular y su campiña era digna de ser inmortalizada por los mejores pintores. En ese tiempo, hacia un año que había finalizado mis estudios de enfermería y mientras esperaba que me confirmasen plaza para empezar a trabajar en un hospital de París, me dedicaba a ayudar a mi mamá en las incontables labores que demandaba nuestra humilde pero gran casa. Eso sí en cuanto tenía un momento libre lo que más me gustaba era ir al taller de afilado de mi padre y que me dejase afilar algún utensilio. La sensación de deslizar el acero por la rueda de esmeril a mí me suponía entrar en un estado de relajación muy especial, pues ponía todos mis sentidos para que el trabajo final fuese un afilado impecable; incluso mi padre en muchas ocasiones me confesaba que yo era mejor afilando que él mismo, pero él siempre fue mi gran maestro no solo en eso sino en la honesta educación que me transmitió. En el taller de mi padre siempre había algún vecino del pueblo de tertulia y he de confesar que me encantaba escuchar los más variopintos temas de los que se trataban en ese lugar. Todos los días mi padre cerraba el taller sobre las siete de la tarde y yo estaba siempre por allí pues a esa hora venia mi novio Antoine a buscarme.”
Al escuchar esto de Nadine no puedo negar que me quedé un poco impactada pues en mi inocencia y conociéndola toda mi vida como religiosa era algo que ciertamente en ese momento me chocó, ella viendo mi sorprendido rostro me sonrió y continuó explicándome.
“Antoine venia todas las tardes a buscarme, pues llevábamos de novios año y medio. Me recogía en el taller de mi padre y nos íbamos a pasear a orillas del río Garona. ¡Qué maravillosos paseos y que inigualable belleza poseían sus riberas! Por este particular entorno siempre hacíamos nuestros planes de futuro. Yo, gracias a Dios, terminé mis estudios de enfermería  y Antoine ese año acabaría Bellas Artes. Nuestro objetivo era casarnos en Toulouse e ir los dos a Paris al año siguiente puesto que ya teníamos trabajo prácticamente asegurado”.
“Y ese era el normal discurrir de aquellos días: ¡BENDITA NORMALIDAD!
Antoine era el hijo del cantero: él lógicamente también acostumbraba a ayudar a su padre que siempre tenia tarea; alguna vez me acercaba a su casa y les veía a los dos tallando la piedra frente a su
vivienda y me hacía mucha gracia, pues Antoine era como yo, que se abstraía tanto en la labor que efectuaba, que estando observándole a escasos metros no se percataba de mi presencia. En ese momento, yo sacaba un chiflo de los de mi padre y soplaba unas notas: en el acto él se quedaba como petrificado e iba dibujando una gran sonrisa en su rostro me miraba y me decía que me acercase que cerrase los ojos y acariciase la piedra que estaba tallando. ¡Qué sensación tan inexplicable! Siempre le decía que afilaba los cuchillos con una piedra preparada por él, y que por eso quedaban tan inigualablemente afilados y él se reía a carcajadas. Cuando visitaba su casa, su madre enseguida arrancaba unos limones del árbol y nos preparaba una deliciosa limonada, mientras me dedicaba a acariciar todas las piedras que Antoine había trabajado.”
“Antoine y yo nos amábamos de una manera muy especial: sentíamos sólo con mirarnos a los ojos que éramos una misma persona. Pasear de la mano a orillas del Garona y escuchar los pajaritos era lo ms bello que jamás he podido experimentar, pero nuestro sitio preferido era un alto donde nacía un pequeño arroyo que regaba el río: allí nos  sentábamos y observábamos el incansable y locuaz vaivén de las libélulas. Para nosotros era un espectáculo sin igual, podíamos pasar horas observando ese devaneo cogidos de la mano, incluso habitualmente se posaban en nuestras extremidades y pareciese que nos miraban. Yo le preguntaba a Antoine si en Paris habría también libélulas y el me lo confirmaba aclarándome que donde exista el amor allí habrá libélulas.”

“Una mañana vino Antoine a mi casa con un rictus como jamás se lo había visto, venia con una carta en la mano la cual aferraba fuertemente con el puño; tenia los ojos con una mezcla de rabia, pena y desconsuelo, le pregunté qué era lo que ocurría y  me dijo que tenía que partir. Yo, ya con cierto nerviosismo y con la boca seca, le pregunté que adónde, y él me dijo que había estallado la Guerra. LA GUERRA MALDITA, PRIMERA MALDITA GUERRA QUE NO SERÍA LA ÚLTIMA. Me abracé a el y llorando desconsoladamente le imploraba que no fuese, él mientras acariciaba mi cabeza trataba de tranquilizarme diciéndome que no me preocupase que no le pasaría nada y esto acabaría muy pronto y realizaríamos todos lo planificado, pero yo no dejaba de llorar y llorar.
Pasó una semana desde la terrible noticia de que Antoine debía de partir a tan terrible encomienda: una semana que para mí fue como si me arrancasen mi alma mi corazón y mi ser y ese indeseado día en que Antoine debía de partir llegó. Vino a mi casa y mi mamá lo acompañó a mi habitación, venia ya con su uniforme de soldado, mi sentimiento interior era de llorar y llorar hasta morir llorando, pero no lo hice: debía ser fuerte sobre todo para que el día de su marcha dejase en el un recuerdo lo menos triste posible. Él puso sus enormes manos en mi rostro y me dijo que era el ser más bello que jamás podrá existir, y con mas ganas de llorar que otra cosa, le mostré una enorme sonrisa, abrió un bolsillo de su chaqueta y me dio una cajita, la abrí y dentro había un colgante con una preciosa libélula de plata y no pude dejar de derramar una furtiva lagrima.”

“Antoine partió, y cada semana recibía sin falta una de sus alentadoras y amorosas cartas que recibía con entusiasmo pero que no lograban apaciguar mi intranquilidad. A los tres meses de su partida y debido al transcurso tan negativo que estaba tomando la contienda mis padres decidieron mandarme al norte de España donde vivían mis tíos: allí continuaría recibiendo las cartas de Antoine. Salía a pasear siempre y cuando veía alguna libélula, me ponía tristemente contenta pues no podía compartir con él esa memorable visión. Como mi tía me solía mandar al convento a por galletas hice mucha amistad con las hermanas, les contaba mis penas e intentaban consolar mi ser que sufría por lo que mas quería y que se encontraba inmerso en el mismísimo infierno.”
“Una semana, por más que esperaba, el cartero no trajo ninguna carta; mi corazón se me salía por la  boca no quería comer no quería pasear solo estar en casa. La semana siguiente se acercaba el cartero y, como siempre, le gritaba si tenía carta para mí, y me dijo que sí con la cabeza, corrí, la cogí y me dirigí corriendo al jardín para leerla tranquilamente. No era de Antoine: era de mi mamá que me decía que había estado con Pierre el padre de Antoine y que le comunico que Antoine había fallecido en combate como un héroe. No pude más que echarme a llorar y gritaba: “¡lo sabia!  ¡lo sabia!  ¡lo sabia!”. Note cómo mi corazón, ya dañado por su partida, se terminaba de romper. Estuve durante seis meses sin salir de la casa de mis tíos, solo pensando en Antoine los momentos maravillosos que compartimos juntos y los maravillosos planes que teníamos en mente. El primer día que salí de casa fue casi obligada por mi tía con la excusa de  mandarme a buscar galletas al convento, me dirigí allí y las hermanitas ya estaban al corriente de todo lo acontecido y me expresaron su profundo y sincero dolor por la situación que atravesaba en esa época. Con ellas estuve conversando toda la mañana y me dieron la opción de poder convivir con ellas, en realidad nunca me lo había planteado, pues no era una persona profundamente religiosa, pero ciertamente el entorno y el sosiego que experimentaba en ese lugar calmaba mi profundo dolor y me hacían estar razonablemente bien.
Pues dicho y hecho, a la semana le conteste a la Madre Superiora que había decidido unirme a su comunidad y un domingo de primavera llegué al convento para ingresar. Ciertamente ese lugar, a pesar de ser visitado incontables veces, me era totalmente desconocido pues únicamente  había accedido al despacho de galletas y a la pequeña salita donde se conversaba con las hermanas a través de los barrotes. Entré acompañada por dos hermanas al interior del convento con mis mínimas pertenencias, primero me acompañaron a mi habitación y acto seguido me  mostraron todas las dependencias; finalmente me enseñaron al jardín diciéndome que allí podría pasar los momentos en que quisiera estar meditando tranquilamente. El jardín tenia una hermosa fuente que, a su vez, regaba un precioso estanque y cuál fue mi sorpresiva alegría cuando observé que dicho estanque estaba poblado por maravillosas libélulas. En mí renació nuevamente una gran sonrisa cosa que hacia mucho tiempo no ocurría.
El resto de mi historia ya lo conoces tú, Delgadina: por la mañana afilando utensilios para generar ingresos al Convento y por la tarde atendiendo a las hermanas enfermas o ya ancianas que demandan mis cuidados aprovechando mis conocimientos de enfermería, y eso sí, mis momentos en el estanque donde me siento muy cerca de mi amado Antoine.
Pero ahora quiero que seas tú, por ser una persona muy especial para mí, la hija que nunca tuve, que guardes este colgante que tanto significa para mí. Y ahora, ya debes volver a tu casa, que empezarán a echarte de menos.” Yo le pregunté que cuándo volvería a ir por la comarca, que cuánto tardaría en reponerse y me dijo que no me preocupase que ella volvería a mi lado.
Le di un gran abrazo y me marché con la imagen de su sonrisa cuando abandonaba la estancia.
Pasaban los días y Nadine no acababa de llegar: yo estaba tranquila pues sabia que le habían dicho que tenía que tener mucho reposo y que se tendría que poner fuerte para afrontar la dura tarea que realizaba diariamente, pero ese día las campanas de la iglesia sonaron con el peor de sus anuncios. Me acercaba a la iglesia a informarme y los vecinos me miraban con pena y ya en la puerta, una vecina me comunico que Nadine había fallecido en el convento y las campanas tocaban por ella. Salí corriendo hacia el convento y en esa ocasión fue un trayecto extremadamente fugaz como si algo me trasladase en volandas. Llegué al convento y me permitieron la entrada a su celda:,llí estaba ella inerte pero con su sonrisa. Es extraño, pero no he llorado; a pesar del dolor que tengo en mí, hay algo que me hace saber que se encuentra bien. Por su mesilla hay una libélula que pulula de un lado a otro. Me despedí de ella y la besé.
Volví a mi casa y fueron muchos, muchos los días que subía a la loma y apretaba su colgante contra mi pecho.   
        
Cuántos años hace ya de esas vivencias, y sin embargo, lo vivo como si fuese ahora mismo, mientras sigo aquí en mi cama un poco cansada por tantos años que me atenazan, pero feliz de haber seguido los consejos de Nadine e intentar haber hecho mi camino lo mejor posible.
Tengo su colgante en mi pecho y contemplo una libélula en la ventana que, sin cesar, recorre el marco de un lado a otro. ¡Qué bien me siento y qué luz tan especial nos inunda hoy!
Margot estará en este momento comiendo con Finuca… dos bellos seres.

Me parece  escuchar un chiflo en la lejanía… Sí, cada vez se escucha más claro e inequívocamente es la misma sintonía que siempre emite Nadine… Qué alegría: me prometió que volvería conmigo para llevarme en su bicicleta y lo ha cumplido.

Voy contigo Nadine.



                                     Antonio López Gómez


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