lunes, 24 de noviembre de 2014

Canal de Castilla (Acuarela 32 x 23)

Es del viajero pretensión inútil atrapar con sus ojos cada estrella,
y del poeta convicción perenne

hacer de sus recuerdos un poema.



Consciente de ese albur, pero viajero,

regreso hasta esa infancia de quimeras,

donde el mundo a mis pies era la calle

y el Canal de Castilla era mi escuela.



Aquí vuelve a soñar el ser que habito,

el niño que me incumple y que me increpa,

el que no ha de crecer mientras yo viva,

el que agranda mi alma o me la niega.



Así me vierto aquí, desnudo y libre,

como aquel agua que en mi infancia fuera

quien me enseñó a nadar y a hacerme hombre,

y a quien vengo a nombrar con voz serena.



Sobre la piel más árida y más noble,

donde España se excusa por austera,

fluye un agua calígrafa y tranquila

que rotula a Castilla con su i griega.



Azul discreto en labio pudoroso,

deseo confesable de quien besa

y humedece la sed, sin sobresaltos, 

del alma mineral de la Meseta.



Genética de un Duero biempensante,

de un Arlanzón, de un Tormes, de un Eresma,

de un Órbigo, de un Esla, de un Adaja,

de un Tera, de un Carrión y de un Pisuerga.



Un agua que no es río, ni es laguna,

ni es manantial, ni arroyo, ni rivera,

es del Canal que lleva en apellido

el nombre de Castilla con grandeza.   



Moría el dieciocho como siglo

y estaba el diecinueve ahí, a la vuelta,

cuando accedió a enmendar la progresía

el secular retraso de esta tierra.

  

Fue el cuño del Marqués de la Ensenada

quien a su majestad puso en alerta

del sumo mal estado de caminos

reales, trochas, vados y veredas.



Ancladas en el más triste abandono

las rutas no eran rutas, polvo apenas,

nulos senderos de cascajo y grima,

mar de barro para hombres y carretas.



Por este ruin desprecio soberano

no hallaban en Castilla la manera

de arribar a buen puerto las reatas

de su eclosión de grano y ardua brega. 



Y quiso el Rey Fernando Sexto entonces

-Borbón  justo y prudente- que se viera

el modo de acarrear sobre canales

barcazas con cereal de esta despensa.



Dispuso así el Marqués que Don Antonio

de Ulloa en tal proyecto se embebiera,

y viajando la Europa de amplio ingenio

tomara de sus logros buena muestra.



Tras empaparse Ulloa de ilustradas

y novedosas aguas europeas

atrajo hasta su haber la ingeniería

de Carlos Lemaur para esta empresa.



Y Carlos Lemaur se aupó al proyecto

de dar forma y medida y hacer cierta

la idea de un canal que –navegable-

portara mercancías por doquiera.



La dilación del agua tomó curso

y se hizo tiempo el tiempo, y en la espera

pasaron años de silencio y miedo,

disensiones políticas y aun guerras.



Llegaron otros reyes, otros hombres,

otras mentes -al cabo- y otras fuerzas

que heredaron de aquellos precursores

su ansias, su ilusión y su destreza.

  

Y en gracia de su espíritu ilustrado,

azadas, picos, palas y piquetas

en manos de hombres reos de justicia

excavaron justicia a manos llenas.



Y al cabo de un sinfín de menoscabos,

de esclusas, vados, puentes y represas,

nació un Canal al cielo navegable

allá por mil ochocientos cincuenta.



Casi cien años para abrirle el mundo

a un agua encinta, que era vida y senda

donde pariera el sueño de Castilla

a un mar permeable de salada puerta.



De un molino, un batán y una casilla

brotó la historia que en Alar serpea

e hizo grande un Canal que se amamanta

de los acuosos pechos del Pisuerga.



Le fue a Felipe Cuarto dado el gusto

de hacer Villa en Alar, como heredera

de Rey, de quien detenta su apellido

con sueños de agua, su mayor riqueza.



Así naciera Alar, azul y verde,

ocre, rosa, carmín, blanca y magenta,

hasta que enamoró al ferrocarril,

que al quererla besar, la tiznó negra.



En honor de San Luis, Alar se inunda

del abrazo cuantioso de la fiesta,

y el adusto mirar de Peña Amaya

que a escondidas sonríe y lo celebra.



Alar sabe a silencio si se escucha

el canto pertinaz de su agua fresca,

el vértigo palear de sus piraguas,

y el cielo en la ebriedad de sus choperas.



De aquí parte hacia el Sur su ramal Norte,

hacia Ribas de Campos, donde entrega

por agua una reata de milagros

que -divina o profana- nos eleva.

  

Atrás quedan Barrio de San Vicente,

San Quirce al cabo y, más lejano, Herrera

quien encumbra el cangrejo a los altares

y comulga en las formas de su huerta. 



Le saludan al paso y con afecto

los hijos naturales del Pisuerga,

son Ventosa y Castrillo y hasta Olmos

porque ya San Llorente es de la Vega.



Al sesgo de Melgar, Osorno emerge

del cruce impío de sus carreteras

y purga con orgullo este pecado 

con la Virgen de Ronte de romera.



Santillana de Campos, Las Cabañas,

Lantadilla y, de paso por Requena,

llega a Frómista exhausto y hace noche

aunando Fé y Razón en duermevela.



Cuando Doña Mayor en el siglo once

vistiera de románica la piedra

ya intuía enclavar en San Martín

el cénit en que Frómista se inmensa.



De Boadilla hasta Piña medra en Campos

todo altivo, camino de Amayuelas,

hasta hendirse en Amusco, que San Pedro

le acobarda con su inusual silueta.



Desde aquí avista Ribas, templa Husillos,

y a Grijota medroso se encomienda,

porque intuye el Serrón donde –indolora-

su humildad se bifurca y se desmiembra.



Es ahora el Carrión quien le hace hombre,

quien le acoge, le abraza, le alimenta,

quien le adopta en sus aguas como hijo

y a una doble emoción le abre las puertas.



Ya convertido en dos –gloria y pecado-

vierte en Campos y en Sur su húmeda siembra

desnortado en las ingles generosas

del sexo cereal de nuestra tierra.



Hacia Campos se va, porque conoce

el destino y la gloria que le esperan,

a costa de enjugar su caudal lírico

con la épica errante de su estela.



Y enfila Becerril, sigue a Paredes,

donde entre Coplas su ebriedad modera

en versos de Manrique, quien le aduce

que hasta el agua es la muerte hecha poema.



Tras paleta y cincel de Berruguetes

vira hacia Fuentes y a su Nava extensa,

en pos de Autillo, Abarca y Castromocho,

rumbo a Capillas y a Castil de Vela.



Aquí el silencio es música en las aves

que moran, o que migran, o regresan

al iris de un paisaje que se escribe

con pluma de avutarda o de cigüeña.



Y apunta a Tamariz, trepa a Belmonte

y a su castillo, que ahora es torre apenas,

para rendirse –humano- al soliloquio

del universo mudo de la piedra.



Se va extinguiendo así el Ramal de Campos

-siempre ha de terminar lo que comienza-

y antes de hacerse viejo en Rioseco

cruza en meloso guiño Villanueva.



Medina de Rioseco le recibe

en dársena de abrigo, y a sabiendas

de que el agua que abraza su pasado

es hoy parte esencial de su riqueza. 



Orgullo de ser cuna de almirantes

en plena tierra adentro, donde avienta

un mar de paradoja y soportales

que por Semana Santa calla y reza.



Iglesias en Rioseco para el alma,

para el cuerpo el solaz de sus tabernas,

y el Antonio de Ulloa para el sueño

de un surco de emoción que se navega.

  

Torna cauto al Serrón, porque allí parte

el Sur de otro Ramal hacia otra senda;

senda de agua y de luz -verdes caminos-

donde ensayara Dios la paz eterna.



Y se asoma a Palencia, a quien redime

y hace santa su Otero, con la atenta

bendición de ese Cristo acostumbrado

a la espera impasible de la espera.



Su hermosa catedral le instiga al verso

por tan desconocida como bella,

y al albur de la cripta rima en agua

un poema de amor, letra por letra.



Sigue a Villamuriel hecho Cerrato,

y un paso más allá se explaya en Dueñas,

que en alma de botijo le hace suyo

al amparo de su Virgen de Onecha.



Cubillas y Trigueros le dan vino 

y en Corcos y Cigales se lo niegan,

porque no llegue beodo a Cabezón

o hasta Valladolid, donde le esperan.



Apenas de un respingo en Fuensaldaña

moja Valladolid, justo a las puertas,

para hermanarse al curso de la historia

y, a sus gentes de bien, rendirle cuentas.



Valladolid al fin, madre y madrastra,

inquisidora, cortesana y terca,

desprendida, plural, hermosa y culta,

convicta de su ser, de amor confesa.



Nacida del tesón de Pedro Ansúrez,

nombrada Val de Olid, Pincia o Pucela,

se sabe conformar donde la ubiquen

las brumas del Pisuerga y del Esgueva.



El Palacio Real para ser Corte,

frente al de Pimentel para ser bella,

y la Antigua, San Pablo y Catedral

donde rezan con mímica las piedras 

  

Valladolid dormita en Campo Grande,

en la Plaza Mayor se despereza,

en la Calle Santiago viste y calza,

y en Pasaje Gutiérrez se desvela.



Aquí se irisa el agua y se remansa,

se hace muerte buscada e incruenta,

se despoja del cieno de la vida,

y se dispone a un sueño de agua etérea



Kilómetros de historia en agua dulce

que por doscientos siete se concretan

en dársenas, esclusas, acueductos,

almenaras, ramales y compuertas.



Toda una muestra del agudo ingenio,

del ilustrado empeño que tuvieran

esa ecuación de ilustres ingenieros 

que hicieron de sus cálculos leyenda.



Soñaron hacer agua navegable

esta tierra orgullosa de ser tierra,

y en su esfuerzo tenaz lo consiguieron

dando vida a su efímera quimera.



El Canal de Castilla es a Castilla

esa espina dorsal que nos vertebra,

que nos sabe inventar de agricultores,

artesanos, ilusos y poetas.



Y aunque el ferrocarril quebró su impronta

con agua espuria de acero y traviesas,

aún percibe el aliento en sus entrañas

que el alma de nuestra alma le profesa.



Un edén para el ocio y la mesura,

para el paseo, la abstracción, la pesca, 

para la mente, el alma, para el cuerpo:

un tiempo vivo de naturaleza.



Todo esto es el Canal de ilustre sueño,

todo esto y mucho más; pero que sepan

que nadie va a sabérselo contar
como sus propios ojos se lo cuentan.

Santiago Redondo Vega 2012

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